viernes, 5 de diciembre de 2014

El triste olvido


Hoy estoy triste porque estoy enamorado de otra que no eres tú. 
Y desde hace tiempo se que tú amabas a otro que no era yo, 
pero eso es un charquito comparado con el abismo que supone 
haber empezado a olvidarte. 
Y otras historias y otros labios se han arrastrado por mi cuerpo, 
y aprendí y disfruté de otras caricias que fueron distintas a las tuyas. 
Y que ya casi no recuerdo como eran. 
Posiblemente serían iguales a las que me regalan ahora 
pero aquellas las hacías tú. 
Y estoy triste. 
Por que hoy se que aunque pasen cien vidas y cien amores estaré esperándote. 
Y si volvieras, tú no serías tú y yo no sería yo... y no hay nada más triste que eso. 
En el fondo de mi alma, 
seguiré buscando a aquella que fuiste, y seguiré buscándote en cada una de las mujeres, 
incluso sin acordarme de como eras.  
Y seguiré luchando por ser aquel que te enamoró, al cual ya ni siquiera recuerdo...  aunque ni me busques, ni me sientas. 

viernes, 2 de mayo de 2014

El pie derecho

La segunda vez que pasó eran las 4:03 de la mañana. Nada más abrir los ojos lo supe. Había vuelto a pasar. Aquel tirón, otra vez del calcetín de mi pie derecho me llamaba de nuevo a levantarme. Pase la mirada de izquierda a derecha, mi cuerpo, inmóvil. Observé lentamente toda la habitación, sin moverme ni un ápice y sin saber muy bien que prefería encontrarme en la habitación o a los pies de la cama. No se si hubiera sido mejor encontrarme a alguien real o comprobar que definitivamente, allí no había nadie. Pero lo había sentido. Otra vez. La segunda vez en el último mes. Me pregunté cuántas veces tendría que pasarme para convencerme de que no lo soñaba. Y que algo o alguien parecía intentar despertarme. Al igual que la primera vez mis sensaciones fueron extrañas y hasta pasados unos minutos no fui capaz de reaccionar. No fui capaz o no quise, por que el miedo me agarrotaba los músculos. Tras recuperarme del susto, pude volver a ponerme bien el calcetín, con más miedo que otra cosa, e intenté conciliar el sueño mientras vigilaba mis pies y esperaba que de un momento a otro volviera a pasar… Puse la radio para intentar distraerme y finalmente, el sueño me venció y quedé dormido.

Todo empezó hace exactamente un mes. Aquella noche, mientras veía una película sentado en mi cómodo sofá del salón, me tomé un par de copas de vino que en breve hicieron su efecto dejándome profundamente dormido. Recuerdo que eran las 3 y algo de la mañana cuando sentí un fuerte tirón de mi pie derecho que sobresalía fuera del sofá. Me desperté asustado y pude ver que incluso el calcetín se había salido de mi pie y estaba en medio de la alfombra del salón. ¿Tenía algún sentido todo aquello? En ese instante pensé que no, simplemente no volvería a tomar aquel vino y achaqué todo a una mala pesadilla. Sin darle mayor importancia me fui a la cama. Aquello habría quedado en una anécdota de no ser porque se repetiría dos veces más.

Ayer, por tercera vez, cerca de las 4 de la mañana aquella cosa invisible volvió a agarrarme del pie y a tirarme como llamándome a algo. Como diciéndome: "Venga levántate, no hay tiempo que perder". Aunque esta vez todo sería distinto. Tal como desperté, recordé el día del vino y el sofá y entre extrañado y asustado me pregunté que demonios estaba pasando. Me armé de valor y esta vez sí, me levanté buscando que demonios era aquello y fuera lo que fuese que podía querer de mi. Recorrí el pequeño apartamento sin encontrar nada extraño, miré a uno y otro lado en el cuarto intentando buscar una explicación. Luces apagadas, todo en silencio, todo en orden.

Justo antes de volver a la cama, y sin saber muy bien por qué eché un vistazo por la ventana. Una de esas acciones que ahora a tiempo pasado no sabes muy bien que te llevó a ello. Al principio dudé de lo que estaba viendo, no me lo podía creer, pero no lo estaba soñando. Me froté varias veces los ojos y comprobé hasta tres veces la hora. Allí, justo debajo de mi ventana, había un niño de unos 4 años sentado en medio de la carretera y parecía estar jugando con un muñeco. Miré a un lado y a otro de la calle intentando encontrar una explicación para aquella extraña situación. ¿Qué demonios hacía un niño pequeño en pijama en medio de la carretera a esas horas de la noche?

Era de madrugada, no parecía haber ningún adulto alrededor y el riesgo de que un coche pudiera atropellar al pequeño era alto. Corriendo y sin pensarlo, bajé las escaleras desde el segundo piso saltando los escalones de tres en tres y salí a la calle. Al abrir la puerta, el destello de los faros de un coche que se aproximaba a lo lejos por esa carretera me deslumbró por un momento. Se me encogió el corazón. Tenía que darme prisa. Corrí todo lo que pude, acorté camino a través del jardín que rodeaba el edificio, no estaba seguro si lo iba a conseguir pero me iba a jugar la vida por aquella criatura. Justo en el momento en el que el coche se encontraba a escasos metros del niño conseguí de un salto ponerme entre el coche y el niño haciendo aspavientos para que el coche parara. Hubiera gritado pero la voz ahogada por el esfuerzo no llego a salir de mi garganta. El coche frenó en seco y a escasos centímetros de mis rodillas que temblaban por el miedo y el esfuerzo, mientras mi cabeza girada y mis ojos cerrados se habían abandonado a la suerte. En aquel momento, con las manos levantadas cubriéndome la cara, asustado y deslumbrado por los faros no supe si el conductor había visto al niño, pero diría que no. El pobre hombre salió asustado casi sin poder hablar, mirándome en busca de una explicación para aquella situación. Me encogí de hombros y me aparté dejándole ver al crío detrás de mi.

Cuando me giré, pude observar que el niño estaba sentado jugando, de espaldas al coche, inmutable a todo. Cuando intenté hablarle me di cuenta, tenía los ojos cerrados, era sonámbulo.

No sé como había llegado allí, pero allí estaba, en medio de la carretera jugando, ajeno a todo. El conductor del coche y yo decidimos que lo mejor sería llamar a la policía y no despertar al niño. Los dos habíamos escuchado esas historias sobre que no era bueno despertar a un sonámbulo, aunque ninguno de los dos acertamos a saber por qué, y aunque barajamos la idea de despertarlo no sabríamos muy bien que hacer con él.

Cuando llegaron los padres, sobrepasados por la situación, me dieron las gracias por haber salvado la vida de su hijo. No eran necesarias, aunque el conductor reconoció que si no llega a ser por mi posiblemente lo hubiera atropellado. Los padres me contaron que Tomás, que así se llamaba el niño, era sonámbulo y que por las noches muchas veces se levantaba, pero era la primera vez que había salido de casa. Vivían a dos manzanas de aquella calle y no tenían muy claro como el niño pudo llegar sólo y dormido hasta allí. A partir de ahora vigilarían las cerraduras, se dijeron repetidas veces bastante apesadumbrados por el susto.

Con excesivo mimo y cariño despertaron a Tomás. Lo primero, era no asustarlo demasiado y darle un poco de normalidad a todo aquello. Le dieron un beso y lo cogieron en hombros con sumo cuidado. Tomás miro extrañado donde estaba y el espectáculo que se había montado. Me acerque a él con actitud cariñosa y le di un beso en la cabeza mientras el padre lo sujetaba en brazos. El pequeño Tomás, con cara de sueño y la cabeza apoyada en el hombro del padre, me miró de arriba a abajo lentamente y detuvo su mirada en mis pies, los señaló, y esbozando una media sonrisa, dijo tan sólo una palabra, un nombre: "Kyara".


Cuando miré mis pies me di cuenta que con las prisas sólo llevaba un calcetín, mi pie derecho estaba desnudo. Al salir corriendo y angustiado por salvarle la vida ni siquiera me había dado cuenta de ello. La madre, moviendo la cabeza de lado a lado me miró y me dijo:


- No le de importancia. Nuestra perra Kyara falleció hace un mes y jugando por las noches siempre le quitaba el calcetín de su pie derecho para que se levantara a jugar con ella.
Ahora todo encajaba. Kyara me había estado despertando y preparándome para salvar la vida de Tomás justo en ese momento. Justo ese día. Nunca había creído ni pensado demasiado en el más allá o en los espíritus pero obviamente había pasado a ser una más de esas personas que viven algo extraordinario y paranormal.

Volví a casa, dándole vueltas a todo aquello, y antes de irme a dormir, le di las gracias a Kyara por aquella experiencia. En ese momento un frío recorrió la habitación de lado a lado, como si una ventana se hubiera abierto, y noté que algo se subía o presionaba el colchón por unos segundos. Después, la sensación y el frío se fueron y todo quedó en un silencio mayor de lo habitual.

Puse la radio, y antes de que el sueño llegará, me volví a poner el calcetín en mi pie derecho y saqué, seguro de mi, la pierna fuera del colchón. Sólo por si me necesita de nuevo pensé.

martes, 15 de abril de 2014

Martina

6.53 am.
No había tiempo que perder.
Se miró frente al espejo sin poder encender la luz. Sus oscuros ojos negros y su piel clara contrastaban aún más reflejados con esa tenue luz en aquel cuarto de baño. Se puso las lentillas azules, se colocó la peluca rubia, y se arregló un poco los rizos que le caían sobre la frente. Sin maquillaje. Ni pintalabios, ni sombras de ojos. Nada a lo que estaba acostumbrada cada noche de cada día. Se puso las gafas de pasta. La camiseta de aquella marcas de bebidas corroída por el tiempo y unos vaqueros que apenas se aguantaban sobre su cintura. Las zapatillas de deportes de un numero más y aquellas pulseras de cuero sobre su muñeca derecha.

En otra circunstancia podría haber sido algo divertido pero en esta ocasión era un momento de vida o muerte. Salió de casa y mientras caminaba con un aire masculino totalmente alejado al andar de modelo que lucía sobre sus altos tacones de aguja cada noche, se fue acercando a la furgoneta señalada, según le habían confirmado en la llamada de teléfono que había recibido previamente. Si todo iba bien, cruzaría por delante de ella y no pasaría nada. Respira hondo y no mires, se dijo así misma.

***

El agente Franco había recibido la orden de realizar una vigilancia estrecha de Marta Herrero, más conocida por Martina. Había robado y traspasado información sacada a políticos y personalidades de las altas esferas. Si la información o el dinero hubiera sido de algún pobre diablo nada habría pasado. Pero uno de esos días Martina había tocado a alguien demasiado importante y había llegado demasiado lejos. Así que allí estaban. Furgoneta camuflada como si fuera de una panadería del barrio. Cámaras fotográficas y de video y todo el equipo para hacer una detención exprés y llevar a Martina lo más rápido posible a interrogar. Y posiblemente, hacerla desaparecer por una larga temporada. Habían pasado la noche esperando y ya las fuerzas empezaban a escasear. De momento no había pasado nadie. Una familia, un señor mayor y ahora esta chica rubia, que no se correspondía con la modelo y sensual Martina.

***

Cuando cruzó la furgoneta aún seguía conteniendo la respiración. Dobló la esquina y empezó a correr. Su vida dependía de ello. Llegó a la siguiente manzana, allí estaba la estación de autobuses. Esperó el semáforo. La luz cambió. Cuando se disponía a cruzar un coche paró casi encima de sus pies. Pensó que estaba perdida, la habían descubierto. La oscura ventanilla se bajó.

-Sube. No hay tiempo.

Entró rápida en el coche sin pensárselo dos veces. Cerró la puerta y en ese instante la furgoneta, a ritmo lento, se colocó justo al lado del coche. El semáforo seguía rojo. A pesar de las ventanillas tintadas, Martina no quiso mirar. Se quedó inmóvil como si un pequeño movimiento la hiciera perder su supuesta invisibilidad. El semáforo cambió a verde, la furgoneta siguió recta y el coche giró a la derecha. ¿Estaba a salvo? Ni siquiera se había atrevido a mirar quien conducía y aún no sabía si había sido buena idea subir a aquel coche, pero al menos parecía haber esquivado la furgoneta por ahora.

***

Marta había empezado a trabajar como striper algunas noches al mes. Se sacaba un dinero para pagarse la carrera de psicología y le divertía la situación. Su belleza natural, su altura, su estilo y sus modales de clase alta hicieron que pronto le llegaran otras proposiciones y otros salarios. Como pasaba con muchas chicas se fue dejando llevar presa del dinero, las comodidades y las proposiciones hasta verse arrastrada a un nivel de vida donde todo tenía un precio y un precio muy alto.

Un día conoció a un periodista que le sugirió sacar aún más partido a su trabajo. La propuesta parecía sencilla. Un poco de somníferos en una bebida, lo justo y suficiente para que después del sexo los clientes quedaran plácida y profundamente dormidos y le dieran un tiempo suficiente para actuar. Algunos archivos, alguna fotos comprometedoras, algunas conversaciones privadas sacadas de sus tabletas o smartphones y él se las pagaría a precio de oro. Además, la convenció diciéndole que siempre sería un seguro de vida para ella si alguna vez le pasaba algo, digamos fuera de lo normal.

Así, Marta, empezó a vender fotos de futbolistas con amantes, conversaciones privadas de empresarios con otros colegas acerca de ventas irregulares y evasión de impuestos, asuntos turbios relacionados con extorsión y narcotráfico de algún político… Pronto se daría cuenta que casi todos tenían secretos que guardar, sin embargo no se daría cuenta de algo tan obvio como que estaba llegando demasiado lejos.

Entre todos esos personajes, hubo uno que le llamó la atención, por más que indagó y buscó no encontró nada, absolutamente nada, que pudiera ser ilegal o útil para un posible chantaje, salvo que usaba un nombre falso a la hora de quedar con ella. Bueno, ella hacía lo mismo al fin y al cabo. Tan especial y único fue aquello, que a partir de aquel día empezó a mirarlo de otra forma, y en la tercera cita empezó a sentir algo más por él. Sabía que no debía, que no entraba en sus planes, ¿pero quién podía controlar aquello? Hasta las grandes espías se enamoraban, se decía.

***

Rubén, como se hacía llamar, tenía contactos con algunos partidos políticos y con la policía. Sabía un poco de todo y de todos, y era una de esas personas que a la hora de la verdad querías tener de tu lado. Nunca le diría cómo ni por qué, pero aquella mañana dejó todo para llamarla desde una cabina y salió corriendo en su busca sin pensárselo dos veces.

Ahora con ella temblando en el coche, y sin que ella hubiera sido capaz aún de mirarlo, se daba cuenta que no tenía un plan, no tenía dónde llevarla, ni un consejo que darle. Sólo quería estar con ella para lo bueno y para lo malo, que no le pasará nada y sobre todas las cosas, abrazarla.

Giró a la derecha y mantuvo la dirección hacía la salida más cercana de la ciudad. Pasarían la noche fuera, y luego ya verían. Él estaba dispuesto a no volver. Por primera vez en su vida sentía que llevaba consigo todo lo que quería y necesitaba. Paró en la gasolinera justo antes de la inminente salida. En ese momento, y por primera vez ella se atrevió a girar la cabeza y mirarlo. No supo si sentía lo mismo que él, o si el miedo fue menos miedo cuando lo vio, pero se abrazaron por unos minutos que parecieron no ser suficientes.


No había tiempo que perder. El plan por ahora, conducir tan lejos como pudiera y Dios diría. Ya pensarían en algo. Algunas historias de amor funcionan eternamente, y esta sería una de ellas. Aunque los dos sabían que las historias de amor entre espías siempre fueron las más difíciles entre todas las historias de amor.

sábado, 15 de marzo de 2014

Pre-Crimen

Cuando el cartero me entregó el sobre en la entrada de mi casa y me hizo firmar en la casilla de “Entregado” presentí que algo no iba a ir bien aquella mañana. Eran más de las 8.30 y a pesar de que llegaba algo tarde al trabajo, curioso, abrí aquella carta sin poder dar crédito a lo que decía.

La policía del estado de Illinois mediante su Departamento de Precriminalidad me comunicaba que a partir de ese instante la vigilancia sobre mi persona pasaba a la categoría de “Elevada”. A partir de ahora, era considerado por la policía estatal una persona con unas altas probabilidades de cometer un crimen.

El Departamento de Precriminalidad se había hecho famoso a lo largo y ancho del país en los últimos meses. Había acaparado cientos de páginas de prensa y largos y discutidos debates en la televisión y en las redes sociales. Gracias a un software llamado Pre-Crime capaz de predecir qué personas podrían ser propensas a cometer un futuro crimen, los niveles de criminalidad habían disminuido en un noventa por ciento en el estado de Illinois. El programa en sí, consistía en unos algoritmos desarrollados por un grupo de expertos matemáticos junto con los servicios de investigación e inteligencia de la policía estatal. Según los expertos analistas, los algoritmos analizaban tu situación social, sentimental y de salud, tus antecedentes penales, tu calidad de vida, tus orígenes, el barrio de residencia, tu nivel económico y cultural, junto y sobretodo, a otros aspectos un tanto difusos. Y esos otros aspectos oscuros junto con la siempre discutida pérdida de la privacidad eran los que había encendido la mayoría de debates en aquellos convulsos días.

Finalmente y tras analizarte, el programa reducía el total de tu información a un número, el cual te catalogaba como “No peligroso”, “Bajo”, “Medio”, “Elevado” o “Alto riesgo”. Estas categorías indicaban lo cerca o lejos que estabas de cometer un posible delito en un tiempo próximo, y la policía con vistas a evitarlo te advertía de su vigilancia. Sin duda el simple hecho de sentirte vigilado ya era de por sí, un paso para reducir el crimen. Bastaba con mandar a una patrulla o hacer una llamada para recordarle a alguien que estaba siendo vigilado, para que abortara sus planes de cometer cualquiera que fuera la fechoría que tuviera en mente. Por tanto, según la carta recibida y la nueva ley aprobada en el estado de Illinois, la policía tenía derecho a vigilarme y seguir mis movimientos con vistas a una mejora de la seguridad estatal y del país.

¿Yo? ¿En serio? Yo nunca había pegado a nadie, ni siquiera me gustaba discutir y solía esquivar las situaciones tensas. En definitiva, era una persona pacífica y cordial. Es cierto que mis padres no fueron unos buenos ejemplos para mí. Mi padre aún estaba pagando por lo que había hecho años atrás trapicheando en los bajos fondos del barrio, y mi madre se fue a la tumba con todo el sufrimiento que conllevó aquella situación. Podía entender que el programa con esa información, junto a que no me crié en el mejor barrio de Chicago, podría considerarme una persona inestable en términos legales. Pero desde hacía años había estudiado y trabajado muy duro para salir de aquel tugurio. Todo había quedado atrás, y actualmente se podría decir que llevaba una vida modelo. Mi mujer y mis dos hijos lo eran todo para mí, tenía un trabajo serio y respetado en la secretaría del Departamento de Investigación en la Universidad de Urbana-Champaign y la verdad y siendo sinceros, hasta aquel momento jamás había tenido pensamiento alguno de hacer nada fuera de la legalidad.

Quizás fue por eso que me pilló tan de sorpresa aquella carta y me empecé a preguntar si sería yo como Dexter Morgan, aquel personaje de la serie de televisión con un oscuro pasajero. ¿Sería yo así?

Decían que el programa, tarde o temprano, acertaba en un ochenta por ciento de las veces. ¿Sería yo de ese veinte por ciento con el cual el programa cometía una injusticia? ¿o realmente era capaz de cometer un delito? Y de ser así, ¿qué delito podría yo cometer en un futuro? Me senté a oscuras en el sofá del salón con la tele apagada, sosteniendo la carta entre mis manos y pensando si algo de todo aquello tenía sentido y como esa nueva vigilancia policial podría afectar mi vida. Empecé a divagar entre extrañado e intrigado que delito podría ser el que el programa pensaba que un tipo como yo sería capaz de cometer.

¿Era yo capaz de robar? No tenía problemas de dinero, había estado ahorrando poco a poco a lo largo de los últimos años y gracias también al dinero de la familia de mi mujer no parecía que la situación económica fuera a ser la causa de mi delito.

¿Acaso podría yo matar a alguien? No sería capaz de quitarle la vida a nadie, estaba en contra de la violencia, las armas y la pena de muerte. No, no sería capaz. No se me ocurrió ni una sola persona a la que pudiera desearle la muerte.
La posibilidad de que hirieran a mis pequeños o algo le pasara a mi querida esposa me hizo pensar que quizás solo en esas circunstancias podría cometer una locura. No se como reaccionaría. Me consoló pensar que posiblemente nadie sabría como reaccionar ante algo así. Ni siquiera un estúpido programa basado en algoritmos matemáticos.

De repente, un ruido de llaves en la puerta me sobresaltó y me sacó de todos aquellos pensamientos. Comprobé en el reloj de pared que eran las nueve y veinte de la mañana y que llegaba realmente tarde al trabajo. Me levanté de un salto y me dispuse a preguntarle a ella por qué había vuelto a casa, pensé que quizás alguno de mis hijos estuviera enfermo y habría que ir a recogerlo al colegio.

Antes de poder abrir la boca, vi como ella entraba en casa de la mano de aquel tipo. Entre besos y abrazos subieron las escaleras hacia el dormitorio. Nuestro dormitorio. Mi dormitorio. Entre aquellas hirientes risas y besos ni siquiera se percataron de que yo estaba allí de pie en el salón.

Sentí el mundo derrumbarse a mis pies. Me vi sólo, sin mis hijos, sin mi casa, sin ella. Pero, ¿desde cuándo? ¿por qué? ¿quién era él? ¿acaso importaba quien era él? ¡Qué demonios!

En aquel momento el mundo pareció detenerse. La vista se me nubló y todo me pareció un sueño. Sin duda un mal sueño. Ella, mi mujer, estaba allí en brazos de otro hombre. Besándose, acariciándose, haciendo el amor. Y yo permanecí unos minutos en el marco de la puerta sin saber que hacer o decir. Si irme o quedarme. Si decir algo o callar. Mirando sin mirar y sobretodo sin entender. Bajé las escaleras tan silencioso como pude preso de mi vergüenza. Giré y justo antes de salir de casa sin saber muy bien adonde ir, miré hacía la cocina y lo vi. Aquel cuchillo de trinchar largo y grande justo en la entrada. Colgado de la pared. Juraría que no lo hubiera visto si no es porque el sol del amanecer se reflejó en su afilada hoja en aquel justo momento de la mañana en el cual yo me disponía a abandonar aquella casa sin mirar atrás. Pensé en quitarme la vida allí mismo, en coger el cuchillo y acabar con todo para siempre, con esa enorme herida que se había abierto en mi pecho. Pero no era yo quien merecía morir. No era yo quien había arruinado la vida de nadie, quien había engañado, quien había jugado con el amor de otra persona. Así que cogí el cuchillo y subí por las escaleras tan rápido como pude. No sabía muy bien cual era el plan, ni que iba a hacer exactamente, ni siquiera lo pensé. Mi mente estaba en blanco. No razonaba. Pero tenía claro que alguien debía pagar por todo aquello. Esa situación se iba a terminar en aquel instante. Abrí la puerta sigilosamente. Me acerqué a la cama tanto como pude, aprovechando la oscuridad que las persianas del dormitorio aún bajadas me permitieron. Levanté el cuchillo y cuando estaba seguro de que soltaría mi rabia y mi furia, descargando mi ira sobre aquellos dos cuerpos bajo las sábanas, detrás de mi emergieron un grupo de tres policías que me agarraron por las manos, me tumbaron contra el suelo y me esposaron, evitando que aquel cuchillo ni siquiera arañara alguno de aquellos dos cuerpos. Conseguí levantar la cabeza y mirar a los ojos a mi mujer. Asustada y sobresaltada por la situación aún pude sentir su pena, su lástima por el daño que me había causado. En cambio yo, deseé que sintiera miedo y horror por lo que había estado a punto de hacer. En cuestión de minutos habíamos pasado a ser un extraño el uno para el otro.

Aún a día de hoy no se de donde salieron los policías. No sé como llegaron tan rápido detrás de mí ni como no los vi. Pero en tan sólo una hora, había pasado a ser un acierto más de Pre-Crime. ¿Cómo el software predijo esto? Es una incógnita que aún no logro entender. Quizás supiera antes que yo mismo que mi matrimonio no iba tan bien como yo pensaba, quizás sabía que en esa situación yo respondería como actué.

Ahora, aquí en esta celda de la cárcel del condado de DuPage donde me encuentro, espero el juicio para intentar rebatir al dichoso programa. Le explicaré al jurado que tuve un momento de enajenación transitoria, que me volví loco de ira, y que no respondía de mis actos. Le diré al juez que no fui capaz de controlarme, que estaba ciego de celos y mi mente no razonaba. Quiero explicarle al mundo, que si la policía no hubiera actuado, realmente no los hubiera matado. En el último momento no hubiera sido capaz, y que mi intención sólo habría sido asustarlos. Les diré a todos que no cometí ningún crimen salvo el hecho de ser engañado, el que mi vida fuera arrebatada por aquella mujer a la cual sentía no conocer ya, y que mi único acto fue acercarme a ellos con un cuchillo en la mano. Juraré ante la Santa Biblia y ante Dios que jamás les hubiera hecho daño, por mucho que los policías testifiquen que “casi” cometí el crimen y que de no ser por ellos habría un doble homicidio más en Illinois. La defensa de mi abogado se basará en que un precrimen no es un crimen.


Sólo yo, aquí en la soledad de la celda previa a la vista oral, se que el programa Pre-Crime había acertado una vez más, y si no llega a ser por sus algoritmos, ahora mis manos estarían manchadas de sangre.  

miércoles, 12 de marzo de 2014

La servilleta

El pequeño Juanito y la pequeña Lucía, con diez y ocho años respectivamente, se prometieron amor eterno entre los columpios del parque donde habían compartido risas y juegos durante las tardes de aquel curso escolar.

- Acuérdate de mí ¿eh?. Prométeme que siempre serás mi amiga. Siempre, siempre. Mi mejor amiga. Y algún día iré a buscarte y nos casaremos. ¿Verdad que sí?
- Eso, eso… - Susurró ella en voz baja. Si cuando seas mayor… mayor mayor… como 30 o 40 años o así, si no tienes novia ni hijos, escríbeme y nos casaremos. ¿Me lo prometes?
-  Te lo prometo, Lucía… Espera, espera, tenemos que firmar un contrato, si no, no vale de nada. Me lo ha dicho mi padre, que si las cosas no se firman no cuentan. 

Juanito salió corriendo tan rápido como le permitieron sus menudas piernas, como si con tan sólo diez años supiera que su vida entera dependía de ese momento. Llegó a la terraza del bar donde su madre charlaba con otras madres mientras vigilaban de cerca a los niños, cogió una servilleta y volvió corriendo hacia Lucía, que lo miraba con los ojos completamente abiertos y sorprendida de verlo casi volar.

- ¿Tienes un rotulador? Con lápiz no, que se borra… - Rió mientras se inclinaba sobre sus rodillas intentando recuperar el aliento. - Mi padre me ha dicho que se pone así:

“Yo Juanito,
prometo que cuando cumpla 35 años si no tengo mujer te buscaré para casarme contigo” – escribió con una letra redondeada y clara. Y firmó con un simpático garabato debajo. - Ahora tú.
- Yo, Lucía Martínez, prometo que cuando cumpla 33 años si no tengo un esposo y me buscas, me casaré contigo – Y firmó dibujando una “L” y un pequeño sol sonriente.
- Quédatela tú.
- No, quédatela tú. Tu siempre cuidas mejor los cuadernos y los lápices – Respondió Juanito sin dejar lugar a dudas.

Y con un tierno beso en la mejilla, y sin dejar de mirarla a los ojos, cerró su mano sobre la pequeña mano de Lucía y sobre aquella servilleta firmada por los dos. Así Juanito, decía adiós a su mejor amiga, a su primer amor, a su compi de juegos, a la niña de ojos verdes y pelo rubio con tirabuzones. La de la sonrisa traviesa y los educados modales. Sus padres se mudaban a otra ciudad y quien sabe si alguna vez en el camino de la vida se volverían a ver. Pero con esa servilleta firmada, los dos sintieron que todo a partir de ahora saldría bien a pesar de la distancia.

- ¿Qué llevas ahí cariño? – Le preguntó el papá de Lucía cuando la vio llegar a casa con la servilleta en la mano, sosteniéndola como si de una preciada joya se tratara.
- Nada papá – Y se la guardó en el bolsillo de la falda a la vez que salía corriendo hacia su cuarto.

***

Tras llegar a casa, y haberse tomado unas copas de más con su “último y nuevo mejor amigo”, Juan se tumbó en la cama pensando en lo triste y sólo que se sentía tras dos fracasos sentimentales seguidos. El último año había sido un desastre en cuanto al amor se refería y mañana cumpliría 35 “añazos”, como él se repetía una y otra vez. Mientras el universo de la pequeña habitación de su apartamento parecía girar y girar por el efecto del alcohol, intentó echar el ancla sentándose en la cama, abrió su ordenador portátil y abrió Facebook.  

- Veamos que se cuece por aquí – Dijo, en una voz demasiado alta para ser de madrugada y mientras cotilleaba fotos y actualizaciones de las últimas “ex” que había tenido. – Menudo desastre. Todas con novios, en una relación, comprometidas, y saliendo con su nueva pareja en el muro. Pssssss… ¡Qué ruina! – Espetó, sintiéndose triste por él mismo.

- A ver ¿Marta?… mmm dos niños… ¿Raquel?... Casada… y María, en una relación. El novio está más fuerte que yo y con más pelo – Dijo a la vez que empezó a reír… - Sólo me va a quedar la del parque… ¿Y aquella niña? Sí, como se llamaba…. Lourdes… Leticia… no… ¡¡¡Lucía!!! ¡Sí! ¿Qué será de ella? Sería genial encontrarla. Lucía… Lucía Martínez… sí…. ¿Ésta? No lo creo, tenía los ojos verdes… estará casada seguro. Con cinco hijos y gorda como una vaca – Gritó medio cantando mientras el cursor del ratón se deslizaba de foto en foto. Pero de repente la risa se cortó como un cuchillo - Esta, esta tiene que ser… joder, está preciosa.

Sería efecto del alcohol, sería efecto de la nostalgia pero Juan se convirtió en Juanito y se transportó al parque por unos instantes, y entre los columpios tuvo la cara de Lucía frente a frente, sintió la mano de ella cerrándose sobre su mano y guardando aquella servilleta…

- Espera… Lucía tiene una relación… Mierda. Lo sabía. Con esa cara… estaba claro. De todas formas, le escribiré. Me encantaría saber que es de ella. Si todavía tiene aquel peluche que le regalé por su cumpleaños. Posiblemente si le escribo ahora a las 5.53 am no me crea o no me tome en serio pero si no lo hago ahora no lo hare nunca.

“Querida Lucia,
no se si te acordaras de mí. Soy Juan, bueno, Juanito, del parque. Fuimos novios… amigos jejeje, cuando éramos pequeños. Me ha alegrado encontrarte por aquí y ver que todo te va bien.
Te mando un beso, escríbeme y cuéntame que tal te va anda…

PD: Por cierto mañana cumplo 35 años. Veo que tienes una relación, así que… bueno… sólo espero que sigas conservando aquella servilleta. Un beso, Juanito.”

***

Lucía estaba medio despierta en la cama cuando escuchó el sonido del móvil avisándola de que tenía un mensaje nuevo en Facebook.

- No, otra vez, no… Voy a tener que silenciarlo… - Lucía miró la foto de Juan en la pantalla del teléfono y a pesar de no reconocerlo, no recordaba haber visto a un chico tan guapo en mucho tiempo.
- ¿Y este quién es? – Dijo con un tono molesto - Mensaje enviado a las 5.53… Un guarro – Murmuró, mientras iba leyendo el correo de Juan y su voz se iba apagando a la vez que una sonrisa se marcaba y aparecía en sus labios. - ¡No me lo puedo creer! – Gritó, dando un salto de la cama y agarrando el perrito “Snoopy” de peluche que tenía en la mesilla de noche junto al despertador. Lo giró, bajó la vieja cremallera y sacó la servilleta firmada por los dos. El papel estaba amarillento. ¿Cuándo fue la última vez que la había mirado?. Casi no se podía leer nada. Corrió a la ventana y puso la servilleta contra el cristal. Allí estaba. La tenía. Y los rayos del sol atravesaron la ventana, iluminaron la servilleta y sus preciosos ojos verdes se abrieron como aquel día viendo a Juanito correr… Allí estaban, los redondos trazos de rotulador podían aún leerse con la luz del amanecer. Unos rayos de sol que le calentaron las manos y el pecho…

- ¡Qué recuerdos, qué momentos, qué ilusión! - Veinticinco años sin verlo y sin saber de él. Estaba guapo, aún conservaba esos ojos marrones tan vivos y esa sonrisa de medio lado que hacía que fuera el único con el que quería jugar en los columpios.


Hacía unas semanas que Lucía había empezado a salir con un chico del trabajo que había estado insistiéndole durante todo el último año. Pero en aquel instante, en ese momento en que Lucía vio junto a la ventana de su dormitorio que su letra y la de Juanito aún eran visibles en aquella vieja servilleta guardada en un peluche, tembló y sintió algo tan fuerte que sabía que a pesar de los veinticinco años de distancia, un contrato era un contrato, y algo en su corazón le decía que tenía muchas posibilidades de cumplirlo.