sábado, 15 de marzo de 2014

Pre-Crimen

Cuando el cartero me entregó el sobre en la entrada de mi casa y me hizo firmar en la casilla de “Entregado” presentí que algo no iba a ir bien aquella mañana. Eran más de las 8.30 y a pesar de que llegaba algo tarde al trabajo, curioso, abrí aquella carta sin poder dar crédito a lo que decía.

La policía del estado de Illinois mediante su Departamento de Precriminalidad me comunicaba que a partir de ese instante la vigilancia sobre mi persona pasaba a la categoría de “Elevada”. A partir de ahora, era considerado por la policía estatal una persona con unas altas probabilidades de cometer un crimen.

El Departamento de Precriminalidad se había hecho famoso a lo largo y ancho del país en los últimos meses. Había acaparado cientos de páginas de prensa y largos y discutidos debates en la televisión y en las redes sociales. Gracias a un software llamado Pre-Crime capaz de predecir qué personas podrían ser propensas a cometer un futuro crimen, los niveles de criminalidad habían disminuido en un noventa por ciento en el estado de Illinois. El programa en sí, consistía en unos algoritmos desarrollados por un grupo de expertos matemáticos junto con los servicios de investigación e inteligencia de la policía estatal. Según los expertos analistas, los algoritmos analizaban tu situación social, sentimental y de salud, tus antecedentes penales, tu calidad de vida, tus orígenes, el barrio de residencia, tu nivel económico y cultural, junto y sobretodo, a otros aspectos un tanto difusos. Y esos otros aspectos oscuros junto con la siempre discutida pérdida de la privacidad eran los que había encendido la mayoría de debates en aquellos convulsos días.

Finalmente y tras analizarte, el programa reducía el total de tu información a un número, el cual te catalogaba como “No peligroso”, “Bajo”, “Medio”, “Elevado” o “Alto riesgo”. Estas categorías indicaban lo cerca o lejos que estabas de cometer un posible delito en un tiempo próximo, y la policía con vistas a evitarlo te advertía de su vigilancia. Sin duda el simple hecho de sentirte vigilado ya era de por sí, un paso para reducir el crimen. Bastaba con mandar a una patrulla o hacer una llamada para recordarle a alguien que estaba siendo vigilado, para que abortara sus planes de cometer cualquiera que fuera la fechoría que tuviera en mente. Por tanto, según la carta recibida y la nueva ley aprobada en el estado de Illinois, la policía tenía derecho a vigilarme y seguir mis movimientos con vistas a una mejora de la seguridad estatal y del país.

¿Yo? ¿En serio? Yo nunca había pegado a nadie, ni siquiera me gustaba discutir y solía esquivar las situaciones tensas. En definitiva, era una persona pacífica y cordial. Es cierto que mis padres no fueron unos buenos ejemplos para mí. Mi padre aún estaba pagando por lo que había hecho años atrás trapicheando en los bajos fondos del barrio, y mi madre se fue a la tumba con todo el sufrimiento que conllevó aquella situación. Podía entender que el programa con esa información, junto a que no me crié en el mejor barrio de Chicago, podría considerarme una persona inestable en términos legales. Pero desde hacía años había estudiado y trabajado muy duro para salir de aquel tugurio. Todo había quedado atrás, y actualmente se podría decir que llevaba una vida modelo. Mi mujer y mis dos hijos lo eran todo para mí, tenía un trabajo serio y respetado en la secretaría del Departamento de Investigación en la Universidad de Urbana-Champaign y la verdad y siendo sinceros, hasta aquel momento jamás había tenido pensamiento alguno de hacer nada fuera de la legalidad.

Quizás fue por eso que me pilló tan de sorpresa aquella carta y me empecé a preguntar si sería yo como Dexter Morgan, aquel personaje de la serie de televisión con un oscuro pasajero. ¿Sería yo así?

Decían que el programa, tarde o temprano, acertaba en un ochenta por ciento de las veces. ¿Sería yo de ese veinte por ciento con el cual el programa cometía una injusticia? ¿o realmente era capaz de cometer un delito? Y de ser así, ¿qué delito podría yo cometer en un futuro? Me senté a oscuras en el sofá del salón con la tele apagada, sosteniendo la carta entre mis manos y pensando si algo de todo aquello tenía sentido y como esa nueva vigilancia policial podría afectar mi vida. Empecé a divagar entre extrañado e intrigado que delito podría ser el que el programa pensaba que un tipo como yo sería capaz de cometer.

¿Era yo capaz de robar? No tenía problemas de dinero, había estado ahorrando poco a poco a lo largo de los últimos años y gracias también al dinero de la familia de mi mujer no parecía que la situación económica fuera a ser la causa de mi delito.

¿Acaso podría yo matar a alguien? No sería capaz de quitarle la vida a nadie, estaba en contra de la violencia, las armas y la pena de muerte. No, no sería capaz. No se me ocurrió ni una sola persona a la que pudiera desearle la muerte.
La posibilidad de que hirieran a mis pequeños o algo le pasara a mi querida esposa me hizo pensar que quizás solo en esas circunstancias podría cometer una locura. No se como reaccionaría. Me consoló pensar que posiblemente nadie sabría como reaccionar ante algo así. Ni siquiera un estúpido programa basado en algoritmos matemáticos.

De repente, un ruido de llaves en la puerta me sobresaltó y me sacó de todos aquellos pensamientos. Comprobé en el reloj de pared que eran las nueve y veinte de la mañana y que llegaba realmente tarde al trabajo. Me levanté de un salto y me dispuse a preguntarle a ella por qué había vuelto a casa, pensé que quizás alguno de mis hijos estuviera enfermo y habría que ir a recogerlo al colegio.

Antes de poder abrir la boca, vi como ella entraba en casa de la mano de aquel tipo. Entre besos y abrazos subieron las escaleras hacia el dormitorio. Nuestro dormitorio. Mi dormitorio. Entre aquellas hirientes risas y besos ni siquiera se percataron de que yo estaba allí de pie en el salón.

Sentí el mundo derrumbarse a mis pies. Me vi sólo, sin mis hijos, sin mi casa, sin ella. Pero, ¿desde cuándo? ¿por qué? ¿quién era él? ¿acaso importaba quien era él? ¡Qué demonios!

En aquel momento el mundo pareció detenerse. La vista se me nubló y todo me pareció un sueño. Sin duda un mal sueño. Ella, mi mujer, estaba allí en brazos de otro hombre. Besándose, acariciándose, haciendo el amor. Y yo permanecí unos minutos en el marco de la puerta sin saber que hacer o decir. Si irme o quedarme. Si decir algo o callar. Mirando sin mirar y sobretodo sin entender. Bajé las escaleras tan silencioso como pude preso de mi vergüenza. Giré y justo antes de salir de casa sin saber muy bien adonde ir, miré hacía la cocina y lo vi. Aquel cuchillo de trinchar largo y grande justo en la entrada. Colgado de la pared. Juraría que no lo hubiera visto si no es porque el sol del amanecer se reflejó en su afilada hoja en aquel justo momento de la mañana en el cual yo me disponía a abandonar aquella casa sin mirar atrás. Pensé en quitarme la vida allí mismo, en coger el cuchillo y acabar con todo para siempre, con esa enorme herida que se había abierto en mi pecho. Pero no era yo quien merecía morir. No era yo quien había arruinado la vida de nadie, quien había engañado, quien había jugado con el amor de otra persona. Así que cogí el cuchillo y subí por las escaleras tan rápido como pude. No sabía muy bien cual era el plan, ni que iba a hacer exactamente, ni siquiera lo pensé. Mi mente estaba en blanco. No razonaba. Pero tenía claro que alguien debía pagar por todo aquello. Esa situación se iba a terminar en aquel instante. Abrí la puerta sigilosamente. Me acerqué a la cama tanto como pude, aprovechando la oscuridad que las persianas del dormitorio aún bajadas me permitieron. Levanté el cuchillo y cuando estaba seguro de que soltaría mi rabia y mi furia, descargando mi ira sobre aquellos dos cuerpos bajo las sábanas, detrás de mi emergieron un grupo de tres policías que me agarraron por las manos, me tumbaron contra el suelo y me esposaron, evitando que aquel cuchillo ni siquiera arañara alguno de aquellos dos cuerpos. Conseguí levantar la cabeza y mirar a los ojos a mi mujer. Asustada y sobresaltada por la situación aún pude sentir su pena, su lástima por el daño que me había causado. En cambio yo, deseé que sintiera miedo y horror por lo que había estado a punto de hacer. En cuestión de minutos habíamos pasado a ser un extraño el uno para el otro.

Aún a día de hoy no se de donde salieron los policías. No sé como llegaron tan rápido detrás de mí ni como no los vi. Pero en tan sólo una hora, había pasado a ser un acierto más de Pre-Crime. ¿Cómo el software predijo esto? Es una incógnita que aún no logro entender. Quizás supiera antes que yo mismo que mi matrimonio no iba tan bien como yo pensaba, quizás sabía que en esa situación yo respondería como actué.

Ahora, aquí en esta celda de la cárcel del condado de DuPage donde me encuentro, espero el juicio para intentar rebatir al dichoso programa. Le explicaré al jurado que tuve un momento de enajenación transitoria, que me volví loco de ira, y que no respondía de mis actos. Le diré al juez que no fui capaz de controlarme, que estaba ciego de celos y mi mente no razonaba. Quiero explicarle al mundo, que si la policía no hubiera actuado, realmente no los hubiera matado. En el último momento no hubiera sido capaz, y que mi intención sólo habría sido asustarlos. Les diré a todos que no cometí ningún crimen salvo el hecho de ser engañado, el que mi vida fuera arrebatada por aquella mujer a la cual sentía no conocer ya, y que mi único acto fue acercarme a ellos con un cuchillo en la mano. Juraré ante la Santa Biblia y ante Dios que jamás les hubiera hecho daño, por mucho que los policías testifiquen que “casi” cometí el crimen y que de no ser por ellos habría un doble homicidio más en Illinois. La defensa de mi abogado se basará en que un precrimen no es un crimen.


Sólo yo, aquí en la soledad de la celda previa a la vista oral, se que el programa Pre-Crime había acertado una vez más, y si no llega a ser por sus algoritmos, ahora mis manos estarían manchadas de sangre.  

miércoles, 12 de marzo de 2014

La servilleta

El pequeño Juanito y la pequeña Lucía, con diez y ocho años respectivamente, se prometieron amor eterno entre los columpios del parque donde habían compartido risas y juegos durante las tardes de aquel curso escolar.

- Acuérdate de mí ¿eh?. Prométeme que siempre serás mi amiga. Siempre, siempre. Mi mejor amiga. Y algún día iré a buscarte y nos casaremos. ¿Verdad que sí?
- Eso, eso… - Susurró ella en voz baja. Si cuando seas mayor… mayor mayor… como 30 o 40 años o así, si no tienes novia ni hijos, escríbeme y nos casaremos. ¿Me lo prometes?
-  Te lo prometo, Lucía… Espera, espera, tenemos que firmar un contrato, si no, no vale de nada. Me lo ha dicho mi padre, que si las cosas no se firman no cuentan. 

Juanito salió corriendo tan rápido como le permitieron sus menudas piernas, como si con tan sólo diez años supiera que su vida entera dependía de ese momento. Llegó a la terraza del bar donde su madre charlaba con otras madres mientras vigilaban de cerca a los niños, cogió una servilleta y volvió corriendo hacia Lucía, que lo miraba con los ojos completamente abiertos y sorprendida de verlo casi volar.

- ¿Tienes un rotulador? Con lápiz no, que se borra… - Rió mientras se inclinaba sobre sus rodillas intentando recuperar el aliento. - Mi padre me ha dicho que se pone así:

“Yo Juanito,
prometo que cuando cumpla 35 años si no tengo mujer te buscaré para casarme contigo” – escribió con una letra redondeada y clara. Y firmó con un simpático garabato debajo. - Ahora tú.
- Yo, Lucía Martínez, prometo que cuando cumpla 33 años si no tengo un esposo y me buscas, me casaré contigo – Y firmó dibujando una “L” y un pequeño sol sonriente.
- Quédatela tú.
- No, quédatela tú. Tu siempre cuidas mejor los cuadernos y los lápices – Respondió Juanito sin dejar lugar a dudas.

Y con un tierno beso en la mejilla, y sin dejar de mirarla a los ojos, cerró su mano sobre la pequeña mano de Lucía y sobre aquella servilleta firmada por los dos. Así Juanito, decía adiós a su mejor amiga, a su primer amor, a su compi de juegos, a la niña de ojos verdes y pelo rubio con tirabuzones. La de la sonrisa traviesa y los educados modales. Sus padres se mudaban a otra ciudad y quien sabe si alguna vez en el camino de la vida se volverían a ver. Pero con esa servilleta firmada, los dos sintieron que todo a partir de ahora saldría bien a pesar de la distancia.

- ¿Qué llevas ahí cariño? – Le preguntó el papá de Lucía cuando la vio llegar a casa con la servilleta en la mano, sosteniéndola como si de una preciada joya se tratara.
- Nada papá – Y se la guardó en el bolsillo de la falda a la vez que salía corriendo hacia su cuarto.

***

Tras llegar a casa, y haberse tomado unas copas de más con su “último y nuevo mejor amigo”, Juan se tumbó en la cama pensando en lo triste y sólo que se sentía tras dos fracasos sentimentales seguidos. El último año había sido un desastre en cuanto al amor se refería y mañana cumpliría 35 “añazos”, como él se repetía una y otra vez. Mientras el universo de la pequeña habitación de su apartamento parecía girar y girar por el efecto del alcohol, intentó echar el ancla sentándose en la cama, abrió su ordenador portátil y abrió Facebook.  

- Veamos que se cuece por aquí – Dijo, en una voz demasiado alta para ser de madrugada y mientras cotilleaba fotos y actualizaciones de las últimas “ex” que había tenido. – Menudo desastre. Todas con novios, en una relación, comprometidas, y saliendo con su nueva pareja en el muro. Pssssss… ¡Qué ruina! – Espetó, sintiéndose triste por él mismo.

- A ver ¿Marta?… mmm dos niños… ¿Raquel?... Casada… y María, en una relación. El novio está más fuerte que yo y con más pelo – Dijo a la vez que empezó a reír… - Sólo me va a quedar la del parque… ¿Y aquella niña? Sí, como se llamaba…. Lourdes… Leticia… no… ¡¡¡Lucía!!! ¡Sí! ¿Qué será de ella? Sería genial encontrarla. Lucía… Lucía Martínez… sí…. ¿Ésta? No lo creo, tenía los ojos verdes… estará casada seguro. Con cinco hijos y gorda como una vaca – Gritó medio cantando mientras el cursor del ratón se deslizaba de foto en foto. Pero de repente la risa se cortó como un cuchillo - Esta, esta tiene que ser… joder, está preciosa.

Sería efecto del alcohol, sería efecto de la nostalgia pero Juan se convirtió en Juanito y se transportó al parque por unos instantes, y entre los columpios tuvo la cara de Lucía frente a frente, sintió la mano de ella cerrándose sobre su mano y guardando aquella servilleta…

- Espera… Lucía tiene una relación… Mierda. Lo sabía. Con esa cara… estaba claro. De todas formas, le escribiré. Me encantaría saber que es de ella. Si todavía tiene aquel peluche que le regalé por su cumpleaños. Posiblemente si le escribo ahora a las 5.53 am no me crea o no me tome en serio pero si no lo hago ahora no lo hare nunca.

“Querida Lucia,
no se si te acordaras de mí. Soy Juan, bueno, Juanito, del parque. Fuimos novios… amigos jejeje, cuando éramos pequeños. Me ha alegrado encontrarte por aquí y ver que todo te va bien.
Te mando un beso, escríbeme y cuéntame que tal te va anda…

PD: Por cierto mañana cumplo 35 años. Veo que tienes una relación, así que… bueno… sólo espero que sigas conservando aquella servilleta. Un beso, Juanito.”

***

Lucía estaba medio despierta en la cama cuando escuchó el sonido del móvil avisándola de que tenía un mensaje nuevo en Facebook.

- No, otra vez, no… Voy a tener que silenciarlo… - Lucía miró la foto de Juan en la pantalla del teléfono y a pesar de no reconocerlo, no recordaba haber visto a un chico tan guapo en mucho tiempo.
- ¿Y este quién es? – Dijo con un tono molesto - Mensaje enviado a las 5.53… Un guarro – Murmuró, mientras iba leyendo el correo de Juan y su voz se iba apagando a la vez que una sonrisa se marcaba y aparecía en sus labios. - ¡No me lo puedo creer! – Gritó, dando un salto de la cama y agarrando el perrito “Snoopy” de peluche que tenía en la mesilla de noche junto al despertador. Lo giró, bajó la vieja cremallera y sacó la servilleta firmada por los dos. El papel estaba amarillento. ¿Cuándo fue la última vez que la había mirado?. Casi no se podía leer nada. Corrió a la ventana y puso la servilleta contra el cristal. Allí estaba. La tenía. Y los rayos del sol atravesaron la ventana, iluminaron la servilleta y sus preciosos ojos verdes se abrieron como aquel día viendo a Juanito correr… Allí estaban, los redondos trazos de rotulador podían aún leerse con la luz del amanecer. Unos rayos de sol que le calentaron las manos y el pecho…

- ¡Qué recuerdos, qué momentos, qué ilusión! - Veinticinco años sin verlo y sin saber de él. Estaba guapo, aún conservaba esos ojos marrones tan vivos y esa sonrisa de medio lado que hacía que fuera el único con el que quería jugar en los columpios.


Hacía unas semanas que Lucía había empezado a salir con un chico del trabajo que había estado insistiéndole durante todo el último año. Pero en aquel instante, en ese momento en que Lucía vio junto a la ventana de su dormitorio que su letra y la de Juanito aún eran visibles en aquella vieja servilleta guardada en un peluche, tembló y sintió algo tan fuerte que sabía que a pesar de los veinticinco años de distancia, un contrato era un contrato, y algo en su corazón le decía que tenía muchas posibilidades de cumplirlo.