Cuando
el cartero me entregó el sobre en la entrada de mi casa y me hizo firmar en la
casilla de “Entregado” presentí que algo no iba a ir bien aquella mañana. Eran
más de las 8.30 y a pesar de que llegaba algo tarde al trabajo, curioso, abrí
aquella carta sin poder dar crédito a lo que decía.
La
policía del estado de Illinois mediante su Departamento de Precriminalidad me
comunicaba que a partir de ese instante la vigilancia sobre mi persona pasaba a
la categoría de “Elevada”. A partir de ahora, era considerado por la policía
estatal una persona con unas altas probabilidades de cometer un crimen.
El
Departamento de Precriminalidad se había hecho famoso a lo largo y ancho del
país en los últimos meses. Había acaparado cientos de páginas de prensa y largos
y discutidos debates en la televisión y en las redes sociales. Gracias a un
software llamado Pre-Crime capaz de predecir qué personas podrían ser propensas
a cometer un futuro crimen, los niveles de criminalidad habían disminuido en un
noventa por ciento en el estado de Illinois. El programa en sí, consistía en
unos algoritmos desarrollados por un grupo de expertos matemáticos junto con
los servicios de investigación e inteligencia de la policía estatal. Según los
expertos analistas, los algoritmos analizaban tu situación social, sentimental
y de salud, tus antecedentes penales, tu calidad de vida, tus orígenes, el
barrio de residencia, tu nivel económico y cultural, junto y sobretodo, a otros
aspectos un tanto difusos. Y esos otros aspectos oscuros junto con la siempre
discutida pérdida de la privacidad eran los que había encendido la mayoría de
debates en aquellos convulsos días.
Finalmente
y tras analizarte, el programa reducía el total de tu información a un número,
el cual te catalogaba como “No peligroso”, “Bajo”, “Medio”, “Elevado” o “Alto
riesgo”. Estas categorías indicaban lo cerca o lejos que estabas de cometer un
posible delito en un tiempo próximo, y la policía con vistas a evitarlo te
advertía de su vigilancia. Sin duda el simple hecho de sentirte vigilado ya era
de por sí, un paso para reducir el crimen. Bastaba con mandar a una patrulla o
hacer una llamada para recordarle a alguien que estaba siendo vigilado, para
que abortara sus planes de cometer cualquiera que fuera la fechoría que tuviera
en mente. Por tanto, según la carta recibida y la nueva ley aprobada en el
estado de Illinois, la policía tenía derecho a vigilarme y seguir mis
movimientos con vistas a una mejora de la seguridad estatal y del país.
¿Yo?
¿En serio? Yo nunca había pegado a nadie, ni siquiera me gustaba discutir y
solía esquivar las situaciones tensas. En definitiva, era una persona pacífica
y cordial. Es cierto que mis padres no fueron unos buenos ejemplos para mí. Mi
padre aún estaba pagando por lo que había hecho años atrás trapicheando en los
bajos fondos del barrio, y mi madre se fue a la tumba con todo el sufrimiento
que conllevó aquella situación. Podía entender que el programa con esa
información, junto a que no me crié en el mejor barrio de Chicago, podría considerarme
una persona inestable en términos legales. Pero desde hacía años había
estudiado y trabajado muy duro para salir de aquel tugurio. Todo había quedado
atrás, y actualmente se podría decir que llevaba una vida modelo. Mi mujer y
mis dos hijos lo eran todo para mí, tenía un trabajo serio y respetado en la
secretaría del Departamento de Investigación en la Universidad de
Urbana-Champaign y la verdad y siendo sinceros, hasta aquel momento jamás había
tenido pensamiento alguno de hacer nada fuera de la legalidad.
Quizás
fue por eso que me pilló tan de sorpresa aquella carta y me empecé a preguntar
si sería yo como Dexter Morgan, aquel personaje de la serie de televisión con
un oscuro pasajero. ¿Sería yo así?
Decían
que el programa, tarde o temprano, acertaba en un ochenta por ciento de las
veces. ¿Sería yo de ese veinte por ciento con el cual el programa cometía una
injusticia? ¿o realmente era capaz de cometer un delito? Y de ser así, ¿qué
delito podría yo cometer en un futuro? Me senté a oscuras en el sofá del salón
con la tele apagada, sosteniendo la carta entre mis manos y pensando si algo de
todo aquello tenía sentido y como esa nueva vigilancia policial podría afectar
mi vida. Empecé a divagar entre extrañado e intrigado que delito podría ser el
que el programa pensaba que un tipo como yo sería capaz de cometer.
¿Era
yo capaz de robar? No tenía problemas de dinero, había estado ahorrando poco a
poco a lo largo de los últimos años y gracias también al dinero de la familia
de mi mujer no parecía que la situación económica fuera a ser la causa de mi
delito.
¿Acaso
podría yo matar a alguien? No sería capaz de quitarle la vida a nadie, estaba
en contra de la violencia, las armas y la pena de muerte. No, no sería capaz.
No se me ocurrió ni una sola persona a la que pudiera desearle la muerte.
La
posibilidad de que hirieran a mis pequeños o algo le pasara a mi querida esposa
me hizo pensar que quizás solo en esas circunstancias podría cometer una
locura. No se como reaccionaría. Me consoló pensar que posiblemente nadie
sabría como reaccionar ante algo así. Ni siquiera un estúpido programa basado
en algoritmos matemáticos.
De
repente, un ruido de llaves en la puerta me sobresaltó y me sacó de todos
aquellos pensamientos. Comprobé en el reloj de pared que eran las nueve y
veinte de la mañana y que llegaba realmente tarde al trabajo. Me levanté de un
salto y me dispuse a preguntarle a ella por qué había vuelto a casa, pensé que
quizás alguno de mis hijos estuviera enfermo y habría que ir a recogerlo al colegio.
Antes
de poder abrir la boca, vi como ella entraba en casa de la mano de aquel tipo.
Entre besos y abrazos subieron las escaleras hacia el dormitorio. Nuestro
dormitorio. Mi dormitorio. Entre aquellas hirientes risas y besos ni siquiera
se percataron de que yo estaba allí de pie en el salón.
Sentí
el mundo derrumbarse a mis pies. Me vi sólo, sin mis hijos, sin mi casa, sin
ella. Pero, ¿desde cuándo? ¿por qué? ¿quién era él? ¿acaso importaba quien era
él? ¡Qué demonios!
En
aquel momento el mundo pareció detenerse. La vista se me nubló y todo me
pareció un sueño. Sin duda un mal sueño. Ella, mi mujer, estaba allí en brazos
de otro hombre. Besándose, acariciándose, haciendo el amor. Y yo permanecí unos
minutos en el marco de la puerta sin saber que hacer o decir. Si irme o
quedarme. Si decir algo o callar. Mirando sin mirar y sobretodo sin entender.
Bajé las escaleras tan silencioso como pude preso de mi vergüenza. Giré y justo
antes de salir de casa sin saber muy bien adonde ir, miré hacía la cocina y lo
vi. Aquel cuchillo de trinchar largo y grande justo en la entrada. Colgado de
la pared. Juraría que no lo hubiera visto si no es porque el sol del amanecer
se reflejó en su afilada hoja en aquel justo momento de la mañana en el cual yo
me disponía a abandonar aquella casa sin mirar atrás. Pensé en quitarme la vida
allí mismo, en coger el cuchillo y acabar con todo para siempre, con esa enorme
herida que se había abierto en mi pecho. Pero no era yo quien merecía morir. No
era yo quien había arruinado la vida de nadie, quien había engañado, quien
había jugado con el amor de otra persona. Así que cogí el cuchillo y subí por
las escaleras tan rápido como pude. No sabía muy bien cual era el plan, ni que
iba a hacer exactamente, ni siquiera lo pensé. Mi mente estaba en blanco. No
razonaba. Pero tenía claro que alguien debía pagar por todo aquello. Esa
situación se iba a terminar en aquel instante. Abrí la puerta sigilosamente. Me
acerqué a la cama tanto como pude, aprovechando la oscuridad que las persianas
del dormitorio aún bajadas me permitieron. Levanté el cuchillo y cuando estaba
seguro de que soltaría mi rabia y mi furia, descargando mi ira sobre aquellos
dos cuerpos bajo las sábanas, detrás de mi emergieron un grupo de tres policías
que me agarraron por las manos, me tumbaron contra el suelo y me esposaron,
evitando que aquel cuchillo ni siquiera arañara alguno de aquellos dos cuerpos.
Conseguí levantar la cabeza y mirar a los ojos a mi mujer. Asustada y
sobresaltada por la situación aún pude sentir su pena, su lástima por el daño
que me había causado. En cambio yo, deseé que sintiera miedo y horror por lo
que había estado a punto de hacer. En cuestión de minutos habíamos pasado a ser
un extraño el uno para el otro.
Aún
a día de hoy no se de donde salieron los policías. No sé como llegaron tan
rápido detrás de mí ni como no los vi. Pero en tan sólo una hora, había pasado
a ser un acierto más de Pre-Crime. ¿Cómo el software predijo esto? Es una
incógnita que aún no logro entender. Quizás supiera antes que yo mismo que mi
matrimonio no iba tan bien como yo pensaba, quizás sabía que en esa situación
yo respondería como actué.
Ahora,
aquí en esta celda de la cárcel del condado de DuPage donde me encuentro,
espero el juicio para intentar rebatir al dichoso programa. Le explicaré al
jurado que tuve un momento de enajenación transitoria, que me volví loco de
ira, y que no respondía de mis actos. Le diré al juez que no fui capaz de
controlarme, que estaba ciego de celos y mi mente no razonaba. Quiero explicarle
al mundo, que si la policía no hubiera actuado, realmente no los hubiera
matado. En el último momento no hubiera sido capaz, y que mi intención sólo
habría sido asustarlos. Les diré a todos que no cometí ningún crimen salvo el
hecho de ser engañado, el que mi vida fuera arrebatada por aquella mujer a la
cual sentía no conocer ya, y que mi único acto fue acercarme a ellos con un
cuchillo en la mano. Juraré ante la Santa Biblia y ante Dios que jamás les
hubiera hecho daño, por mucho que los policías testifiquen que “casi” cometí el
crimen y que de no ser por ellos habría un doble homicidio más en Illinois. La
defensa de mi abogado se basará en que un precrimen no es un crimen.
Sólo
yo, aquí en la soledad de la celda previa a la vista oral, se que el programa
Pre-Crime había acertado una vez más, y si no llega a ser por sus algoritmos, ahora
mis manos estarían manchadas de sangre.